En el momento en que dejaba el libro de Héctor Tizón, “El resplandor de la hoguera”, sobre la mesita de noche, recordé una frase que un vendedor de periódicos, o, mejor dicho, y para situarnos en el barrio de San Telmo, Buenos Aires, deberíamos llamarlo diariero. Gustavo, así se llamaba, le reservaba a su tocayo, mi compañero de ruta, un ejemplar de una colección de Julio Cortázar, publicado, si mal no recuerdo, por el diario La Nación, y que un día a la semana pasábamos a buscar en la intersección de la calle chile y piedras.
Héctor Tizón, de los grandes escritores de los últimos tiempos, en lengua castellana, nos narra, en un texto titulado, Primeros años, primeras lecturas, un poco quienes fueron sus maestros en los libros. Y una frase en particular me quedó latiendo en la cabeza y me trasladó a ese recuerdo y ese dicho del diariero de San Telmo.Huyo de los escritores
con incontinencia verbal, que no pueden decir “Pedro cerró la puerta, al salir”
en
menos de veinte páginas. Héctor
Tizón (El resplandor de la hoguera, 2008)
Lo que dijo el diariero
fue tan simple como lo que decía Tizón. “Leer a Cortázar es como beber un vaso
de agua”. Esa frase, en ese momento no tuvo la menor connotación en mí, pero
evidentemente, y más de doce años después, aun grabada en mi inconsciente, tomó
otra fuerza. No habían pasado ni cinco minutos de aquella lectura, e impulsado
por un recuerdo, recordé a John Fante (¿será que vivimos de recuerdo en
recuerdo? En el recuerdo encapsulamos el tiempo y nos sentimos aliviados,
protegidos de la vorágine).
Hacía ya unos días
terminé de leer la novela “Pregúntale al polvo” de John Fante y
fue como eso, como beber un vaso de agua. Y ahí lo comprendí. Ahora, imaginen un acto
tan cotidiano como beber un vaso de agua y quítenle toda esa esencia cotidiana,
toda esa necesidad de supervivencia que conlleva ese simple acto. Hagan ese
ejercicio. Y luego, cuando ya no quede rastro de todo eso, beban el agua. Ahí,
sigue estando; la satisfacción, porque sed, sigues teniendo, pero al no ser una
necesidad fisiológica, puedes tener ser toda tu vida y no darte cuenta. Como el
recuerdo nos viene a salvar de la vorágine, ese sentimiento de frescura y
saciedad, ese misticismo y elementalidad traspasado de generación en
generación, ese inconsciente colectivo enaltecido con la precisión de Fante y
esa fuerza misteriosa de su prosa se introduce en ti, como ese vaso de agua,
como ese recuerdo que se sumerge en otro recuerdo y con su fuerza detiene el
tiempo, en este caso, el agua son las palabras de Fante que caen por tu ser. Te
sientes un poco mareado, no puedes comprender bien lo que está sucediendo, esa simpleza
en una frase, esa tensión de la que nos hablaba Cortázar y que, según palabras
suyas, nos permiten acercarnos a la misma estructura. Cortázar, también nos
dice, en relación al cuento, pero en este caso de la novela de Fante se podría
aplicar:
“La narrativa quiebra sus propios límites con
esa explosión de energía espiritual que
ilumina bruscamente algo que va más allá de la pequeña historia que se cuenta”.
John Fante, junto con esa
energía misteriosa, nos trae un personaje de una delicadeza emocional, si acaso
eso existiera, y su lucha entre lo que dice y lo que piensa, entre la realidad
y lo que él desea; sea transformar su realidad de miseria y formar parte de una
sociedad la cual lo hace a un lado, la cual también aborrece. Ese carácter
humano del querer pertenecer, del querer y no poder, o del querer, poder y
luego no querer más, es tratado, con la pluma de Fante, con la precisión de una
obra arquitectónica que es sostenida por una estructura solemne, de una
metafísica que perdura en el tiempo (más de ochenta años). Todo está ahí, se
puede analizar, sí, pero es mejor disfrutar y si, luego analizar, también. Porque
las palabras de Fante, en la mente de Arturo Bandini, aspirante a
escritor, protagonista y narrador, masoquista ejemplo de sueño
americano, hijo de inmigrantes italiano, autorreferente-alter ego de su propio
creador John Fante, nos lleva por un mundo cruel, desalentador, en donde sus
personajes buscan esa felicidad que les prometió América, pero que parece
masticarlos y marchitarlos bajo el sol de California. Ya lo decía Thomas
Mann en Muerte en Venecia, “La palabra sólo puede celebra
la belleza, no reproducirla. John Fante con su prosa, celebra la belleza, nos
muestra un mundo que hace casi cien años, nos sigue hablando de soledad y
desamor. Y más de cien años, también. Porque evolucionamos en tecnología e involucionamos
en empatía.
Las calles estarán llenas
de mujeres provocativas que no poseeréis jamás, y las tórridas noches
cuasitropicales os hablarán de historias de amor que no viviréis nunca; pero no
os preocupéis, muchachos, seguiréis estando en el paraíso, en la tierra del
sol. John Fante (Pregúntale al polvo 1939)
El vaso de agua que nos
brinda Fante, en el sofocante desierto de Mojave, es un respiro entre toda esta
vorágine verbal de las novelas inconsistentes de más de quinientas páginas, de
hoy en día.
La literatura es siempre un verdadero hecho de
humildad, como un pequeño, gran gesto en el momento preciso. Porque, según se
dice, un vaso de agua no se le niega a nadie.
John Fante y el vaso de
agua, por Julián Alejandro Rosa (2023)
No hay comentarios:
Publicar un comentario