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La soledad, no es más que alejarse. La soledad de la pobreza, te aleja de la gente, pero te acerca a la tierra. La soledad del dinero, te aleja de la gente, pero te acerca al poder. La soledad del poder, te aleja de la gente, pero te acerca a la locura. La soledad de la locura, te aleja de la gente, pero te acerca a la muerte. La soledad de la muerte, te aleja de la gente, pero te acerca al ser. La soledad del ser, te aleja de la gente, pero te acerca al Todo. Desde el Todo, no somos ni dinero, ni poder; tampoco somos incoherencia ni muerte. Somos ser; volviendo a la tierra. Somos infinito rocío; cayendo en las hojas. Somos hojas al viento. Somos viento; vagando despierto, somos sueños que quizás alguna vez fueron, somos desvelo de noches taciturnas, solitarias y lejanas. Ni fuimos ni seremos. En la soledad; somos. Somos lejanos, pero no distantes. Pensantes, pero no ilustrados. Somos silencio, pero no insidia. Somos viajeros, pero nunca invasores; creadores, pero no Dioses; Exigentes, pero no quisquillosos. Puedes ser un loco coherente o un romántico desalmado, puedes estar ausente en el olvido, puedes ser la brutalidad de lo refinado, puedes ser la mala suerte de racha o la desdicha del enamorado, el sudor en la frente del atleta o la grama de hierba en el prado. Quizás quieras ser la elocuencia en el discurso, el éxtasis en el sexo o la piedad del asesino. Solo toca la tierra como el pobre, siéntete poderoso como el rico, has locuras como los poderosos y no creas en la muerte, como si el destino, jamás, se hubiese inventado.

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 Entrevista en la Revista Lugar de Encuentro, en su canal de youtube y en su revista digital.



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 Entrevista en Conoscere TV.



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En cuanto el difunto lo mató, el silencio se hizo perpetuo en el barrio. Digo que el difunto, no por creer en fantasmas ni ánimas vagabundas, sino, porque al tener el valor de matar a uno de los hermanos Chávez; valor o solemne estupidez, ya te han declarado muerto. En todo caso tendrías que irte del pueblo y luego de la ciudad, y luego de la provincia. Pero, así y todo, estarías ya, condenado. Y eso a veces es peor, sobre todo si tenías una buena vida como la de este joven valiente (cada vez me convenzo más en llamarlo estúpido o también en este caso serviría, un pobre idiota). Una buena vida, según mi simple juicio, o juicio simple, de simple camarero, pero hábil escrutador de la psicología humana como el que soy. Un trabajo aburrido y con buen sueldo, una novia guapa, pero no hermosa y una pequeña casa cerca de todo esto, del aburrido trabajo y de la no hermosa novia. Pero el tipo lo tuvo que echar a perder. No digo que el menor de los Chávez no se lo buscara, siempre se lo buscaban, y seguramente, en secreto, el cien por ciento del pueblo festejó esa muerte, porque hay muertes que se festejan, eso es así. Le duela al cristiano que le duela. Porque cuando el mayor de los Chávez juró venganza, nadie dijo nada y si supieran donde escapó el joven justiciero, para ganar favores, seguramente lo hubiesen delatado. Los pueblos son así, le duela al lugareño que le duela. Ahora el joven ya está muerto, muerto como el que rompe con las tradiciones, muerto en el destierro, escondido en algún lugar, que no es el suyo, supongo. Es cierto que las voces corren más rápido que las patas de los caballos. En todos los rincones se sabía que los Chávez lo buscaban. Dicen que él, dijo, que no lo había hecho, pero que otra cosa va a decir. El pequeño Chávez estaba tras su chica, que no era hermosa, pero se le antojaba, que se le va hacer, caprichos de críos. Y eso, una vez consumado el hecho, parece razón suficiente. De todos modos, los gitanos no escuchan razones, no se trata de eso. Es sangre y familia y punto.  Digo que, al huir, te delatas como culpable, pero también es cierto que con esta gente es imposible dialogar. Y él, prefirió escapar y morir en vida antes que morir como quien diría, muerto, pero bien muerto, apuñalado en la playa como el hijo de José, el carpintero, o de un tiro en el estómago entre el bullicio de la cabalgata de reyes, en las fiestas del pueblo, como aquel pobre forastero que no supo ni beber, ni callar. Porque, vio; en este pueblo, el único viejo que llegó a cien años, fue Don Eugenio, el mudito. Que todo lo veía y nada decía, que en paz descanse y Dios lo tenga en la gloria, amén.  

Yo, personalmente y como hábil escrutador de la psicología humana, creo que había que esperar el momento, y la confianza. El momento justo, entre el impulso animal de uno de los Chávez y un posible culpable por una causa que un pueblo como este, con tan poca imaginación, comprendería. Un amor, y aunque ya nadie muere por amor desde hace siglos, se lo creyeron. Y la confianza; la confianza que te puede dar el tipo que te sirve el café día, tras día.  Nada más. Esta gente es así, y así hay que ser, para hacer lo que se debe hacer. 




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El primer temblor lo despertó. El segundo, este más fuerte, lo hizo dudar. Su mujer, que no creía en esas cosas, lo miró y rió, con esa condescendencia, que da el no creer. Porque, que el creer, sea más fuerte que la razón, no quiere decir que en lo que creas sea verdad, para nada. Pero si, es verdad, que la fe mueve montañas y que, la verdad, a veces, solo complica un poco las cosas. Es que, en verdad, no estamos preparados para la verdad, así somos, -Pensó-, y otro temblor lo hizo salir de sus pensamientos. Este tercer temblor y crujir de la cabina, le hizo entender que no hace falta creer o no creer, que de pronto, lo que tiene que pasar, pasará. Que él tuvo una advertencia, y no hizo caso. Sintió que había desperdiciado esa oportunidad que se presentó como divina, esa oportunidad que no habían tenido esos otros pobres pasajeros. Bueno, si era por él, posponían el viaje, no costaba nada viajar al día siguiente, pero su mujer insistió en que no creyera en esas tonterías. Él, recordó la mirada de aquella mujer, su pañuelo verde, tan verde como esos profundos y perpetuos ojos. Y en la mirada no se miente, simplemente no se puede ocultar la verdad. 

Al aterrizar, sanos y salvos, comprendió que no es mentir, si se cree, aunque en lo que se crea no sea lo que suceda y que aquella mirada, de ojos verdes y profundos, mostraba la realidad en la que la gitana creía y que, por eso, no mentía al decirle, que ese viaje le traería la muerte. Pensó que como todo tiene un margen de error, acaso también las predicciones lo tendrían. 

La estadía le trajo una constante presión. Esa asfixiante isla, a la cual fueron, según el consejo de aquel joven y apuesto doctor, serviría para aliviar aquel tormento que, hacía años, el hombre venía sufriendo, terminó por condenarlo prisionero de sus miedos y pesadillas. Todo fue a peor, y poco a poco el hombre fue entrando en una depresión sin retorno, del cual sería imposible escapar. Su mente ya estaba trastocada por el miedo a la muerte y a la tormentosa espera. Siguió sufriendo, hasta que fue demasiado, y decidió, quitarse la vida. 

Él, no había podido ver la mentira en la mirada de su mujer, porque ella no creyó en lo dicho por la Gitana. Pero como los ojos de su marido tampoco pudieron mentir, como toda mirada que es, en esencia, sincera, ella, supo que él, había creído, y ese fue el comienzo del plan. Es que, si crees que vas a morir, así será, el tiempo y las circunstancias se encargaran del resto.  

El primer temblor lo despertó. El segundo, lo hizo dudar. Su, ahora nueva mujer, lo miró, con la condescendencia que da la seguridad de saberse dueña del destino. El joven y apuesto doctor, la miró, y supo, o acaso creyó, que todo estaría bien, ya que la mirada no puede mentir, en ella se oculta el alma. En los ojos se esconden los espíritus de los que, al morir, abandonan el ser y se unen a nosotros. 

    


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 La vida es así, -dijo-. Y rió, como por acto reflejo, como buscando una complicidad perdida en el tiempo. 

-Pensar que la vida es así, para justificar una estupidez, no le veo motivo de gracia, -dijo, la mujer-. Ella no estaba molesta, estaba casada. Pero se mostró molesta, solo como por acto reflejo. 

"Los amantes" René Magritte

Los dos se miraron por un instante y se dieron una tregua. Él, se dio media vuelta ¿o fue ella? Lo cierto es que sus espaldas se enfrentaron y, así, continuaron con sus tareas. La tarde fue pasando sin más. Sin hablarse; o sin murmurarse cosas sin respuesta, sin valor de uno para el otro.

 Por momentos, él, extrañaba la voz de su mujer, pero con el paso de los años, que fueron, tal vez demasiados, su voz había cambiado y el timbre que él extrañaba ya no existía, solo sonaba un vestigio perdido en sus recuerdos. 

Ella, sumergida en la cocina, pensando en sus nietos y porque solo la visitaban uno, o a lo sumo, dos domingos al mes, también pensó en cuanto extrañaba aquella sonrisa en su esposo y esa forma de sostener el cigarrillo de costado; una image que le recordó a Humphrey Bogart. 

Pero él, ya no reía, -la vida, decía-, y parecía gruñir.

 Y el cigarrillo se lo había prohibió, terminantemente, el doctor, ya hace varios años. Y, además, sus escasos dientes producían un pequeño hilo de saliva en cuanto descuidaba el cigarrillo en el costado de la boca, y eso, a ella, le daba un poco de asco. Y, estoy hablando, del peor de los ascos, no el más profundo que se mezcla con odio; sino uno más difícil de definir; el que se mezcla con la lástima.

 La tarde pasó sin más, y así, llegó la noche. Llegó la noche como algo que, aunque se sabe, no se espera, simplemente cae como por decantación.

 Por acto reflejo, ella, puso la cena sobre la mesa, puedo asegurarles que al mismo tiempo que la puso ayer y segurísimamente al mismísimo tiempo que la pondrá mañana. Él, soltó las herramientas, por un acto reflejo, y sin mirar el reloj, se dirigió a la mesa y se sentó. Comieron en silencio. No, envueltos en el silencio, que no es lo mismo. Y como por un acto reflejo, él cogió un palillo y lo incrustó entre sus dientes, aunque no tuviese restos de comida, aunque no hubiesen comido carne, ni nada por el estilo. Desatando en ella, como por acto reflejo, otra vez el mismo sentir, aquella conjunción del asco y de la lástima. Ella, por acto reflejo, lo observó, molesta, y suspiró profundo. Por acto reflejo, la mujer, se levantó y comenzó a recoger la mesa. Ya cansada y sin la fuerza que da, solo por mera presencia, la propia juventud, sus brazos cedieron por un momento y un vaso resbaló del plato con salsa y se precipitó hacia el suelo. Una mano a una velocidad disonante con el ritmo cotidiano, surcó el espacio, agarrando el vaso en pleno vuelo y devolviéndolo a la mesa, sano y salvo.

-Todavía tengo reflejos-, -dijo, él- 

Ella, suspiró como lo hacía siempre. Sus ojos se pusieron en blanco, como por acto reflejo.       


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Señales desde un inconsciente colectivo

Cuando le preguntaron, a Pablo Neruda, sobre un verso determinado de una poesía, él respondió: “Al momento de escribir dichas palabras, solo Dios y yo, sabíamos a que nos referíamos. Ahora, con el paso del tiempo y la perdida de la memoria, solo Dios lo sabe”.

Pablo Neruda era ateo, por lo tanto, no se refería a una connotación religiosa. Si no que, dicho de manera suspicaz, se entregaba al concepto de que, la idea, en el arte, y, en este caso, en la literatura, llega, y no se sabe de dónde. Simplemente llega. La literatura es mentir bien la verdad, decía Onetti. Es, otorgarles cierta espiritualidad a las cosas; supongo. Sintonías Límbicas, es el nombre que encontré, para celebrar ese concepto. Historias que llegan desde un lugar onírico, desconocido, que puede ser ese limbo que se muestra expectante y se codifica mediante estas sintonías, que cada lector desglosa a su manera. Porque siempre es así. Siempre, al leer, nos leemos. Pero en el caso de Sintonías Límbicas, al ser relatos que se manifiestan desde el interrogante; muchos de ellos. Desde el sentir; todos, y narrando una realidad que cobra otra dimensión y elasticidad en la mente y acciones de los personajes, la lectura se vuelve mucho más personal. Los cuentos parten de la realidad, pero con el flujo de las palabras, van quebrando y formando una explosión de energía. No son cuentos fantásticos, pero muchos de ellos amplían la perspectiva de la realidad. Tal vez no haya un hilo que los una entre sí, pero, si hay, puntos desde donde partir, y desde, donde la obra, como una unidad, cobra otra fuerza. La observación del caos, esa búsqueda de la felicidad, sumergidos en un mundo incomprendido. El desamor y la espera, la traición y aquella moral propia de esos personajes marginales, que, para este mundo, de supuesto orden establecido, caótico y sátiro, no tienen una moral que valga. También, los une, la fuerza de las emociones y el viaje de la mente dentro de la mente. Esa serpiente que se muerde la cola, que va formando mecanismos de tensión. Todo esto es SINTONÍAS LÍMBICAS, eso que no se sabe de dónde vino, pero llegó para ser interpretado entre el interrogante y el sentir. La respuesta, talvez, sea simplemente, el hecho en sí, de dejarse caer en un salto hacia el interior del ser, guiado por estos mecanismos que se hacen llamar cuentos, que como genero viene desde los siglos, cargado con la fuerza de la oralidad, con su espíritu gigante, de simple anécdota.     


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 En este poema de Octavio Paz, dedicado a Román Jakobson, lingüista y crítico literario, reconocido por su estudio de las funciones del lenguaje, nos plantea una de las funciones de la lengua, la función poética. En estos versos que forman la poesía titulada “Decir, hacer”, el premio Nobel juega con las palabras, de tal manera, que van tomando tal energía que sobrepasan el hecho de que la palabra sea solo un sonido o un símbolo que representa un simple significado.



 Poesía “Decir, hacer. (Octavio Paz) 

Entre lo que veo y digo,

Entre lo que digo y callo,

Entre lo que callo y sueño,

Entre lo que sueño y olvido

La poesía.

Se desliza entre el sí y el no:

dice

lo que callo,

calla

lo que digo,

sueña

lo que olvido.

No es un decir:

es un hacer.

Es un hacer

que es un decir.

La poesía

se dice y se oye:

es real.

Y apenas digo

es real,

se disipa.

¿Así es más real?

Idea palpable,

palabra

impalpable:

la poesía

va y viene

entre lo que es

y lo que no es.

Teje reflejos

y los desteje.

La poesía

siembra ojos en las páginas

siembra palabras en los ojos.

Los ojos hablan

las palabras miran,

las miradas piensan.

Oír

los pensamientos,

ver

lo que decimos

tocar

el cuerpo

de la idea.

Los ojos

se cierran

Las palabras se abren.

.   

En el ejercicio del leer, cuando hay una mano talentosa y sensible, claro está, como en este caso, se involucra, no solo la vista y la mente, sino todo el ser, de tal manera que culmina leyendo con los ojos cerrados, como esa metáfora de ver hacia adentro. Las palabras bien empleadas, forman ese espíritu escondido en el arte. Eso que sobrepasa el decir. Ese decir que es capaz de reflejar la metafísica del ser. Con la fuerza que logra en el poema, terminan siendo las palabras las que nos ven a nosotros mismos. Nos unifica con ese sentido de ser infinito que es sentir y ser. Por que cada palabra, es una metáfora de sí misma y entonces, toma otra connotación. Decir: no solo es decir, sino que, también, es decir lo que no se puede decir, lo que es imposible transmitir sin la fuerza del sentido poético. Dice, lo que calla y que solo la poesía, con su acto poético, puede decir. Y ese deslizar entre el si y el no, del que nos habla el autor, desdobla el sentido de las palabras, cobrando otra fuerza, porque el acto poético manifiesta en sueños lo que el propio autor olvida de decir. Entonces, no solo es un simple decir, sino que tiene ya, la fuerza del acto, del hacer, cuando el autor dice, …”no es un decir: es un hacer” … 

Luego verán, que en la última metáfora refiriéndose a la poesía, comparando a esta como una semilla que se siembra y que al final, se abre como resultado de esa siembra, en una flor, que son las palabras ¿o nuestro ser? Octavio paz, nos muestra claramente su visión heterodoxa de la literatura, con una poesía que nos muestra a las palabras, naciendo y floreciendo de nuestro ser y nuestro ser, naciendo y floreciendo de las palabras. Como la literatura siendo en sí, una forma de ser, o, mejor dicho, una forma elevada del ser.    

Octavio Paz y la función poética, Julián Alejandro Rosa, Mayo, 2023


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Sobre mi

Julián Alejandro Rosa

Escritor

Escribo desde hace unos doce años, me formé en el taller literario de Carlos Penelas en Buenos Aires; primero, maestro y luego, amigo; siempre ejemplo. Mi mundo es el tango, también lo es el jazz, la ópera italiana y siempre las lecturas. Admirador de Juan José Saer, Onetti y Tizón, de los escritores americanos: Henrry Miller, Capote, Salinger y John Fante.

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