Mi nombre es Julián Alejandro Rosa. Argentino, nacido en 1987, en Buenos Aires, Capital Federal. Hijo de Alberto, vendedor de profesión, y Amalia, ama de casa. Crecí en un entorno de clase media, transcurriendo mi infancia en la ciudad de La Plata. Con el fallecimiento de mi madre, y varios años de problemas económicos, nos mudamos con mi hermano, Juan Manuel, mi padre y mis abuelos paternos, a la zona oeste de la provincia de Buenos Aires, más precisamente, la ciudad de Haedo. Ahí transcurrió mi adolescencia y mis primeros roces con los libros y, teniendo en cuenta, toda esa efervescencia que significa la etapa de la adolescencia. Las lecturas, pocas y desordenadas; caóticas, como podría describir en todos los aspectos a ese paso a la madurez. Algo de Marx, algo de Nietzsche, algo de Bakunin, y las primeras ficciones con Kafka y Allan Poe. Así, sin extrañar el tedio, que significaba, para mí, el colegio, comencé a trabajar. En una situación, en donde todo, no importa lo poco que sea, significa dinero; porque no tienes absolutamente nada, comencé a aceptar trabajos. No creo que en esa etapa haya sido un trabajador, ahora que lo pienso; fui una especie de aceptador de trabajos, si me permiten la invención de un término. Vendedor de perritos calientes, paseador de perros, vendedor de comida para perro y trabajaba en bares y billares y ahí me fui sintiendo, tal vez, más cerca de lo único que parecía expresar y compartir, un poco, el dolor que uno llevaba dentro, el rock. Comencé a pasar tardes y noches enteras escuchando discos de vinilo, como perteneciendo a otra época; un grupo de amigos que disfrutaba el arte de un disco. Hablamos del armado de un disco, en su total y plena composición. Sobre todo, música de la década del 70.
Desde el arte de tapa, hasta cada canción que lo formaba y que, en su totalidad, daba otra dimensión a la obra. El lado oscuro de la luna, de Pink Floyd, Zeppelin 2, Burn de Deep Purple, alguno de black Sabbath y muchos otros. Los años fueron pasando y ese vacío seguía allí. Y esa necesidad, a veces aplacada con el consumo de alcohol y a veces de una que otra droga, fue, poco a poco menguando, a partir de ir descubriendo el efecto del lenguaje, en mí. Como si ese vacío, fuese un vacío lingüístico, una identidad que necesitaba, urgentemente, formarse, y eso que faltaba para dar forma, a eso que somos, en mi caso, fue ese lenguaje personal. Creo que ese quiebre lo hice, al comenzar a escuchar rock cantado en mi propia lengua. El rock, en castellano, cantado por gente como yo, que uno sentía más cercano, en muchos casos, por gente de la misma zona, que vivía o que había vivido yo mismo. Esa necesidad de comunicar algo, primero llegó en el aprender a escuchar. Luis Alberto Spinetta, Charly Garcia, y otros tantos. Y cuando entendí esa necesidad de entender el idioma, volvió el tango, como enviado de lo más profundo de mi infancia. Cuando era pequeño, lo había escuchado, siempre por accidente, en alguna radio de mi abuelo y lo había detestado. Pero ahora, de la mano de Piazzolla, primero, y luego de los otros maestros, Pugliese, Troilo y demás. Tornaba como un detonante en mi ser. Y eso explotó como en forma de interrogante. Recordé que, a la edad de diez, once años, en esas noches de desvelo, a causa de la perdida de mi madre, me volcaba a escribir. Y fue ahí, cuando decidí comenzar un taller literario. A la edad de 23 años. Buscando en internet, talleres, me topé con las clases del maestro Carlos Penelas, y con su guía, comencé a comprender y conformar esa identidad de hombre de Buenos Aires, y esa poética arrabalera que me llamó desde el tango, me fue introduciendo a la literatura rioplatense, primero, y sudamericana y universal, después. Como un ardor, que surge con una infección, y va creciendo. Empecé a introducirme plenamente, a zambullirme extasiado en la oralidad de los cuentistas argentinos. Cortázar, Anderson Imbert, Borges, Antonio Dal Masetto, Isidoro Blastein, Leopoldo Lugones, Aroldo Conti, Héctor Tizón, Abelardo Castillo, entre muchos otros. Comencé a ir al parque centenario y a parque Rivadavia, y a las librerías de segunda mano del centro; por Avenida de Mayo y por alguna galería olvidada en el corazón de la ciudad. Y a leer y leer, devoraba libros de cuento tras libro de cuentos. Comencé a formarme de libro en libro, siguiendo ese camino, primero marcado por mi maestro y luego por los propios autores. Cuando Borges te habla de Macedonio Fernández, vas y lees a Fernández. Cuando Bukowski te habla de John Fante, vas y lees a Fante. Y cuando lees, El perseguidor, de Julio Cortázar; no puedes no ir y no escuchar a Charlie Parker. Y así entré al Jazz. Y así fui viviendo y vivo. Siguiendo el camino de migajas hasta encontrar la casa de dulces, escondida en el bosque. Por otro lado, mi hermano, también, fue uno de los que me impulsó a leer. El guardián entre el centeno, de Salinger, La Patagonia Rebelde, de Osvaldo Bayer, El juguete rabioso de Roberto Arlt.
De los cuentos que escribí en el taller del maestro Penelas, se fue gestando Sintonías límbicas, y de las vivencias, claro, también (viajes; Italia y España, trabajos, gente, amigos, etc). De las vivencias de mi ser, y de las vivencias de mi mente, que, inquieta, busca formas y personajes, captando esas señales, de esos mundos determinados, que forman este libro de cuentos cortos, este libro de anécdotas de una especie de limbo expectante. Creo, escribo como una forma de hacer música, tocando palabras que son notas, y formando frases que son melodías. Porque, como decía Truman Capote, “Lo importante, es la música que formen las palabras”.
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