El mozo de Rodríguez Peña y Méjico

 A la amistad de Julio Brizuela 

-Las noches de verano eran las mejores. Mi hermano y yo trabajábamos en un restaurante del centro, éramos mozos; las vedettes del lugar. Siempre dije, y a mis sesentaitantos sigo diciendo, que de volver a nacer elegiría el mismo trabajo, que digo trabajo; oficio, mejor dicho: profesión. En esos tiempos éramos profesionales. Atender con gracia, hacer sentir a la gente única, especial y así, ganarte la propina; de otra manera, no. Nunca tomé una propina inmerecida, lo juro –beso su índice en posición vertical y luego horizontal- de todas formas siempre la merecía, era el mejor y a pesar de los años lo sigo siendo. Rió con ese gesto tan característico, tan del viejo. 


-Te voy a pedir, Ernesto, un café con leche, cuatro jarritos, dos de ellos cortados. Saqué los cafés lo más rápido que pude, el salón estaba lleno. Luego vi caminar al viejo hacia las mesas, seguí sus pasitos cortos hasta llegar a la dieciséis. Dos mujeres hablaban y reían cuando llegó el viejo. Posó las tazas y mirándolas sonrió levemente. Sus labios se movieron, ellas volvieron a reír. De este lado de la barra yo esperaba otra de sus historias.

 -Salíamos del laburo y como todas las noches nos internábamos en un barcito a pocas cuadras de allí. Picadas, vinos y mujeres; las noches eran eternas, cada una de ellas diferente, única. Cuando salíamos del bar caminábamos manteniendo un pequeño zigzag disimulado. Hablábamos de minas, de futbol, de la vida. Caminábamos hasta la 66 estación de Once para tomar el Sarmiento. Los dos vivíamos en Morón. Cada cuatro o cinco palabras, el viejo recorría con su vista el salón. Al ver una mano levantada respondió de la misma manera, con su mano en alto, meneando la muñeca, enfilo hacia la mesa treintaitres. 

-Me vas a vender, Ernesto: dos pocillos, uno de ellos cortados, un té con leche y un café en jarrito. Llené la tetera con agua caliente y mientras el viejo cargaba la bandeja con la bajilla, yo llenaba los filtros y preparaba los cafés. 

-Cuando llegamos a Once el tren ya estaba lleno. A pocos minutos de entrar, arrancó. Nos fuimos acomodando, pidiendo permiso; buscando algún rinconcito, lo más cómodo posible. Entre la multitud vimos unos asientos que parecían no estar ocupados. El rostro del viejo cambió su semblante. Entonces comenzó a reír tratando de que esa risita traída por las fotografías de sus recuerdos no se convirtiera en carcajada. Otro cliente llamó. Todavía el viejo recordaba y se reía, se reía y recordaba cada vez mejor, cada vez mas claro. El salón comenzaba, poco a poco a despoblarse, al transcurrir de los minutos los gritos eran murmullos. Los brazos y los rostros ya no requerían tanto a la vedette del salón. 

-Bueno. Nos acercamos a los asientos y confirmamos que estaban vacíos. Cuatro asientos enfrentados de a dos. Un tipo dormía en uno de ellos, los otros tres se veían en perfectas condiciones. Ni sucios, ni rotos. Pidiendo permiso, desesperados nos hicimos lugar entre la gente, que nos dejaban pasar sin ningún problema. Los pasajeros más cercanos no querían ni mirar en dirección a los asientos, parecían no percatarse o simplemente no ver ese oasis en medio del desierto; murmuraban y se hablaban al oído los unos a los otros. Algunas 67 mujeres relojeaban ante la atenta vigilancia de sus parejas. Otras, simplemente se tapaban la boca para que nadie diera cuenta de sus risas. Los más viejos hablaban de otros tiempos, de que estas cosas no pasaban antes. Al momento de sentarnos, observamos al hombre delante nuestro dormir placenteramente. Los brazos se cruzaban reposados en su pecho, su expresión, era la de un santo en una estampita; plena de paz, desbordando confianza. El viaje de nuestras miradas hacia la parte inferior del sujeto fue instantánea, obligada por algo desubicado, algo que no pertenecía a la escena desdibujaba la imagen, la paz de la estampa: su miembro. Su pene salía del cierre del pantalón, erecto, duro. Desde Caballito hasta Morón el miembro del tipo permaneció duro ante nuestras carcajadas. Obviamente nos sentamos y viajamos presenciando los murmullos de la gente, las risas de algunos, la sorpresa de otros.

 Al final de la historia, el bachero y la cocinera estaban a mi lado riéndose hasta el llanto. Pude detectar el llamado de un cliente. El viejo dio media vuelta, transformó su rostro en el de una estatua y desfiló por el salón, con su brazo en alto, meneando la muñeca.

Julián Alejandro Rosa

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